Stefano Ciccone con integrantes de la Red Iberoamericana y Africana de Masculinidades (RIAM) en la Editorial de la Mujer en la Habana
Nov 2012 “Cómo enfrentarse a la violencia masculina”
por Stefano Ciccone
Como parte de las actividades de la Jornada de la Cultura de Italia en Cuba, la Embajada de este país organizo la Mesa Prevención de la violencia doméstica y de género el 28 de noviembre en el Hemiciclo del Museo de Bellas Artes de la Habana.
¿Cómo enfrentarse a la violencia masculina en contra de las mujeres? ¿Cómo prevenirla? ¿Cómo contarla?
En los últimos años las iniciativas para contrastar tal y tan difuso fenómeno se han multiplicado: un rol fundamental, en sostén de las mujeres, pero también en el conocimiento y en el análisis de las raíces y de los mecanismos de desarrollo del fenómeno, ha sido desempeñado por los centros antiviolencia, pero existen las campañas televisivas nacionales, además las iniciativas de sensibilización promovidas por las instituciones locales, las experiencias formativas dentro de las escuelas, las actividades de actualización para los trabajadores del sector y la fuerza pública.
No obstante el fenómeno parece no disminuir. Una intervención de Marina Terragni en el mes de diciembre del 2011, después del asesinato de Stefania Noce, se titula significativamente “no está funcionando”1. La dificultad en contrastar la violencia de género es una confirmación de su presencia maciza en nuestra sociedad y de su amplia difusión a nivel de estratos sociales y culturales.
El fracaso de muchas intervenciones para contrastarla se puede atribuir al hecho de que métodos, aproximaciones e instrumentos adoptados para enfrentarse a la violencia de género se basan sobre una insuficiente reflexión alrededor del perfil cultural del fenómeno.
El debate público sobre la violencia a menudo ofrece una representación distorsionada de esta realidad: frecuentemente se habla de violencia como de una amenaza proveniente desde el exterior de nuestra “normalidad”, como obra de los inmigrantes, de los antisociales, fruto de patologías o expresión de culturas diferentes y atrasadas. El énfasis en los sucesos más crueles acentúa la alarma social pero, al mismo tiempo, tiende a representar la violencia como un fenómeno extremo, marginándolo entonces. Si es obra de criminales, maniáticos o extranjeros, nosotros no nos vemos implicados, no tenemos por qué cuestionarnos sobre sus causas, sino sencilla y llanamente delegar a la fuerza pública la intervención represiva adecuada.
Un estudio de Elisa Giorni, de la Universidad de Siena, sobre la representación que emerge de los noticieros de los principales canales nacionales sobre los casos de asesinato de mujeres, muestra como existe una evidente asimetría entre la realidad de los datos y su representación.
El estudio se basa en las noticias de matanza de mujeres, reportadas por los noticieros, en las que se haya logrado conocer al responsable.
De la tipología más difundida, (61.7%) la cometida por la pareja, solamente el 40% de los casos llega a ser reportado por los noticieros, mientras que de la tipología menos difundida (4,3%), donde el autor es un desconocido, el 70% de los casos se vuelve “noticia”.
La relación entre mujeres asesinadas por desconocidos y mujeres asesinadas por sus mismas parejas es de 1 a 12.
Sin embargo, el 83% de los reportajes se relaciona con los asesinados por manos de desconocidos.
Si analizamos la muestra sobre la base de la nacionalidad del autor del crimen descubrimos que la tipología menos difundida es la de un extranjero (13,58%).
Si en los noticieros el asesino típico es un inmigrante y la víctima es italiana, realmente, solo en 2 casos sobre 162 durante el año 2006 se evidencia que el culpable del delito sea desconocido e inmigrante.
En los noticieros el peligro está en la ciudad multiétnica, en realidad se encuentra en la familia: 1 a 18 es la relación entre mujeres asesinadas por un desconocido (inmigrante o no) y mujeres asesinadas por el marido, el exmarido u otro pariente. También con relación a las mujeres extranjeras, el autor del crimen es principalmente la pareja o la expareja. Entonces, en el caso de homicidio por manos de hombres inmigrantes, la dinámica a investigar sería la de las relaciones entre sexos en la pareja o en la familia también.
Realmente los reportajes de los noticieros presentan la violencia masculina en contra de las mujeres como un “drama de los celos”, “locura homicida” o el más aséptico “delito pasional”.
Las dinámicas de relación entre sexos y los modelos culturales que estructuran roles y modelos de conducta de mujeres y hombres, raramente vienen implicados para los que se representan como casos individuales de locura y exceso de pasión.
El termino patriarcado y la referencia al orden de relaciones de género (“violaba las leyes patriarcales de su familia”, “matada por el padre-dueño”) aparece solamente en el caso de Hina, la muchacha paquistaní asesinada por su mismo padre.
El análisis de Giorni nos confirma entonces, con datos (brindando otras y significativas informaciones sobre la representación de las victimas), que los medios difundan una subrepresentación de los casos de violencia en familia y enfaticen los casos de violencia por manos de desconocidos. La misma narración de las causas de los homicidios muestra una evidente distorsión: en los casos de crímenes por manos de italianos dentro del contexto familiar, la descripción de las causas recurre, por lo general, al abuso de bebidas alcohólicas, al motivo pasional, al desequilibrio emocional. El elemento cultural, la referencia a una cultura patriarcal o a modelos estereotipados de las relaciones de género vuelven a aparecer solamente cuando los autores de los crímenes son extranjeros.
Aparte de generar injustificadas hostilidades hacia “los extranjeros” esta representación lleva a hacer del énfasis de la violencia en contra de las mujeres como emergencia de orden público, una forma de disminuir la percepción pública y desincentivar la necesaria asunción de responsabilidad colectiva.
La violencia aparece como fruto de un desorden producido por la entrada a nuestro país de hombres portadores de culturas atrasadas y opresivas o por “volverse loco” individuos que pierden toda capacidad de autocontrolarse.
Ante la representación pública de la violencia de género estamos tentados a decirnos: no me corresponde, no tiene nada que ver con mi normalidad. No me pide que ponga en discusión mi imaginario, mi idea de las relaciones entre los sexos y mis expectativas sobre roles y actitudes de hombres y mujeres. En cambio, ahí mismo esta el sustrato de donde la violencia se alimenta y emerge. Tamar Pitch3 desarrolla ulteriormente esta reflexión observando cómo una cultura hostil a la diversidad es característica común a misoginia y xenofobia.
Señalar a los inmigrantes como “peligro para nuestras mujeres” no se limita entonces a desviar la percepción pública del problema y a alimentar tendencias racistas, sino fortalece y estructura una cultura hostil a la libertad femenina y al reconocimiento de la plena ciudadanía de las mujeres que se ven reducidas a “territorio” a invadir o defender y a sujetos necesitados de cuidado y control masculino.
La violencia dentro de la pareja de hecho se puede atribuir a menudo a un rechazo masculino a medirse con la libertad y la autonomía de la propia pareja o al reconocimiento a su autoridad en las decisiones de la pareja, a su autodeterminación económica y cultural o simplemente a la construcción de su red de relaciones autónomas. La referencia a la libertad o a la “dignidad” de las mujeres aparece del todo instrumental por parte de culturas y políticas que quieren conjugar la hostilidad hacia los inmigrantes y las “otras” culturas con la proposición de modelos tradicionales y jerárquicos de relación entre sexos y actitudes homofóbicas y viriles.
El celodurismo de la Liga Norte y el chovinismo de ciertas organizaciones de extrema derecha hacen hincapié muy a menudo en la defensa de “nuestras mujeres” y en la superior civilización europea pero, por cierto, son muy poco propensos a la valorización de la libertad femenina y a la libre expresión de las diferentes orientaciones sexuales de mujeres y hombres.
La representación de la violencia en contra de las mujeres, además, nos muestra casi siempre y solo a las víctimas. Raramente, en los manifiestos de las campañas contrarias al fenómeno, se hacen visibles los autores de la violencia que quedan como entidades en las sombras, raramente se acude a amigos, parientes, colegas para contrastar la “ley del silencio” o la indiferencia que, a menudo, sirve de marco para maltratos y abusos. Las campañas sacan a la luz solamente a las mujeres que sufren la violencia invitándolas a denunciarla, casi como si la única responsabilidad en la lucha contra el fenómeno fuera de ellas y de su decisión de salir de las relaciones violentas.
La invitación a denunciar está, por lo general, asociada a la imagen de una mujer cubierta de moretones, arrinconada, doblada sobre sí misma o encerrada en una jaula. A la invisibilidad masculina se une, entonces, la representación de la imagen de una mujer aplastada en el rol de víctima. Las mujeres aparecen como sujetos débiles asociados a los menores en la categoría de víctimas. Esta representación de debilidad femenina, realmente, confirma una vez más el estereotipo en las relaciones entre sexos que está conectado a una de las formas de relaciones opresivas que se pretenden contrastar: una asimetría entre los dos sexos que atribuye a los hombres la tarea de proteger y pone a las mujeres bajo su tutela, una tutela no solamente física sino moral y psicológica. En la proposición de este modelo de relación tutela, protección y control tienen entre ellos confines muy lábiles. Esto está confirmado por una norma del Código Civil, modificada solamente en el año 1965, que atribuía a los hombres el rol de jefe de familia, y por eso la decisión de establecer el domicilio del núcleo familiar y su sostén económico, y también les reconocía el derecho-deber de utilizar los oportunos “medios de corrección” con la mujer y los hijos unidos en su condición de menores.
Si la violencia tiene raíces tan profundas en nuestra cultura y dentro de nuestro imaginario es necesario que el empeño en la lucha contra este fenómeno esté consciente de su naturaleza social y tenga la capacidad de construir una crítica que se relacione con el contexto donde se desarrolla.
La experiencia de masculino plural, una asociación de hombres nacida en el 2007, trata de investigar sobre las raíces culturales de la violencia de género con la convicción de que esta sea la mejor forma para contrastarla.
Asumir la conciencia del hecho que, como decía el título de la proclama nacional promovida en el 2007, “la violencia en contra de las mujeres nos concierne”, no quiere decir asumir una posición de culpabilidad de los hombres sino de enfrentarse a la violencia de género como parte de un escenario cultural difuso y compartido que estructura las relaciones entre los sexos pero también la percepción que de sí tienen hombres y mujeres, sus expectativas reciprocas.
El acercamiento escogido por Maschileplurale tiende a investigar sobre los nexos entre el comportamiento violento u opresivo de muchos hombres y un imaginario compartido haciendo de esta reflexión una ocasión para poner en discusión modelos estereotipados de género, formas relacionales entre sexos, modelos de socialización, representaciones del cuerpo y de la sexualidad masculina.
La reflexión y la comparación entre hombres, la intervención pública en tanto hombres en contra de las violencias de género que implica a otros hombres no se basa entonces, en una apelación a los “buenos modales” o en lo que es “políticamente correcto”, ni tampoco en una culpabilidad de los hombres o en una invitación al autocontrol. Como observaba hace veinte años atrás Carmine Ventimiglia, en uno de los primeros textos que ofrecen una lectura sobre las raíces culturales y sociales de la violencia de género, no se trata de un fenómeno que expresa una transgresión o una negación de algo, sino de patrones de comportamiento que persiguen, de manera exacerbante, una confirmación. Esto se vuelve evidente cuando se desarrollan intervenciones en las escuelas para contrastar los comportamientos violentos y, en general, para orientar el cambio en las relaciones entre mujeres y hombres. Un discurso meramente prescriptivo centrado en “lo que no se hace” es totalmente inadecuado y opuesto a la aspiración a la transgresión y a la “espontaneidad”. De lo contrario da más resultado cavar en la supuesta naturaleza de comportamientos y actitudes masculinas y femeninas para mostrar cuántas “reglas invisibles” constriñen la expresión de la individualidad proponiendo un recorrido de liberación y transformación. Estas dos narraciones proponen a los muchachos, en un caso, una “naturaleza” masculina signada por un impulso violento y opresivo para ser encaminada por las reglas de la civil convivencia, en el otro caso un recorrido de construcción de una original individualidad que no le huya a la diferencia sexual, sino que la descubra como espacio y no como destino asignado.
Realmente la reflexión sobre la violencia masculina en contra de las mujeres y la construcción de relaciones que niegan la libertad femenina ha revelado ser una ocasión para un recorrido, siendo hombres de expresión de un deseo de cambio y de libertad dentro de las propias relaciones y del propio modo de existir.
Hemos intentado, digamos, reconocer la posible “ganancia masculina” que derivaría de la construcción de roles y relaciones de género más libres y de la crítica a representaciones estereotipadas de actitudes de hombres y mujeres. Esto significa contrastar una difusa representación del cambio en las relaciones entre sexos y de los roles de género como amenaza para los hombres, para su idea de sí y para su lugar en el mundo. Esta lectura, que contribuye a la desconfianza que encontramos en las escuelas hacia la palabra feminismo, interpretada como preconcebida hostilidad hacia los hombres y voluntad de predominio femenino, tiende, hoy día, a salirse de la representación de hombres deprimidos y maltratados por la independencia y la agresividad femenina para llegar a ser un discurso político más bien agresivo y misógino.
Superada la tradicional actitud paternalista que tiende a representar a las feministas como a mujeres movidas por una ideología agresiva que hay que mirar con suficiencia, se difundió, en nuestro país, pero primero en los Estados Unidos, el fenómeno de asociaciones y movimientos de hombres abiertamente revanchistas, hostiles a los cambios en las relaciones entre los sexos, a las normas para contrastar la violencia y las discriminaciones de género.
Recogiendo el disgusto y a menudo el sufrimiento derivados de las experiencias masculinas como la separación y el posterior acogimiento de los hijos a las mujeres, estas asociaciones proponen la representación de una sociedad que, asumidos los dictámenes “del feminismo, de la igualdad y de lo políticamente correcto” (considerados a menudo como sobrepuestos) perseguiría a los hombres no solamente discriminándolos como en el caso del acogimiento de los hijos sino, denigrándoles cada expresión, erosionándoles los lugares tradicionales de socialización y de recíproco reconocimiento, culpabilizándolos por sus comportamientos como en el caso de las leyes y de las campañas de contraste a la violencia de género.
El dato que caracteriza estos movimientos es, precisamente, la expresión victimista y frustrada que ya no es reconducible a la afirmación de una seguridad masculina del propio rol centralista y predominante, sino fruto de una representación a veces casi “paranoica” de un masculino objeto de persecución. Se puede decir, entonces, que estas son también expresiones de la crisis del patriarcado como orden simbólica capaz de dar órdenes y conferir sentido a las vidas de los hombres, y del ocaso de su “naturaleza”.
Escogemos, de esta manera, producir una crítica masculina a la jerarquía entre sexos y construir un empeño de hombres en contra de la violencia de género a partir de la expresión de una perspectiva de cambio como hombres y no como mero homenaje a los dictámenes de lo “políticamente correcto”. Pero esta elección se aparta de una vulgata que le contrapone una “autenticidad” transgresiva masculina.
La crítica a la inadecuación de los lugares comunes de lo “políticamente correcto” tiene sentido si se entiende como necesidad de no limitarse a una enunciación de preceptos abstractos e ir más allá produciendo una crítica más radical de los estereotipos y de los roles socialmente construidos, no de pagar los derechos de expresión de culturas misóginas, racistas y regresivas que asumen las diferencias y los peores estereotipos como expresión de una genuina y transgresiva naturaleza. Si miramos a los modelos tradicionales de construcción de la masculinidad, la transgresión, la natural exuberancia y resistencia a las normas sociales y a los buenos modales no tiene nada nuevo y es tradicionalmente parte de modelos normativos de virilidad.
Una reflexión sobre la dimensión cultural de la violencia de género y sus conexiones con modelos socialmente difusos nos brinda entonces importantes instrumentos en el desarrollo de actividades de soporte a las víctimas, pero sobre todo nos indica las necesidades y la posibilidad de intervenciones para prevenir y, generalmente, contrastar las causas del fenómeno.
Como dije, la intervención principal en estos años ha sido llevada adelante por los centros antiviolencia administrados por asociaciones de mujeres.
Se trata de experiencias que intervienen principalmente después de violencias en apoyo a las víctimas, pero que revisten una función importante en la prevención de la violencia desde dos puntos de vista: el primero concierne a la prevención de recaídas y de episodios más graves de violencia y que ayuda a las mujeres a salir de relaciones violentas que a menudo tienen un andancio cíclico que es necesario reconocer a través de señales y dinámicas.
El segundo consiste en la actividad de conocimiento del fenómeno y de sensibilización desarrollada por los centros. Con este propósito debería de reconocerse el rol desarrollado por estas experiencias no solamente invirtiendo la tendencia a la reducción de los recursos que a ellas se dedican, sino previendo un pleno involucramiento en la proyección de las políticas y de las intervenciones institucionales que con demasiada frecuencia se conciben con una lógica institucional centralista y orientada más hacia la “espectacularidad” de las intervenciones que hacia la eficacia y la efectiva continuidad.
Pero durante los últimos años ha surgido, también dentro de los centros antiviolencia, la necesidad de una intervención que enfrente de manera más fuerte las causas de la violencia de género.
¿Cómo actuar en términos más generales y antes que la singular violencia se verifique para contrastar con alguna eficacia este fenómeno? Acto seguido les dejo algunas indicaciones relativas a experiencias y sectores de intervención.
Ante todo el trabajo en las escuelas. Si contrastar la violencia no puede constituir solamente una acción represiva, sino hay que enfrentarse a los modelos culturales dominantes en las relaciones entre los sexos es evidente que la escuela es el lugar prioritario donde desarrollar nuestra estrategia. La necesidad de una intervención en las escuelas no puede, por otra parte, avalar una lectura que, aunque implícitamente suponga una intervención pedagógica que elimine la necesidad de un conflicto aquí y ahora, dejando a las generaciones futuras un cambio que se renuncia a perseguir en el presente.
Por otra parte es necesario pensar y construir el cambio y también el inevitable conflicto en la cotidianidad, en los centros de trabajo, en las relaciones.
Estamos en presencia de un cambio que no se puede delegar exclusivamente a las instituciones formativas, sino debe haber un crecimiento de experiencias que, con mirada especifica hacia el lado masculino, propongan otro y diferente punto de vista sobre la condición de hombre.
Creo específicamente que es necesaria una capacidad de palabra pública y colectiva de hombres capaces de expresar dos novedades: primeramente leer, atravesar y representar el disgusto y la desorientación masculina construyendo respuestas y declinaciones para esta condición que no sean misóginas, revanchistas y regresivas, sino capaces de “transformar” esta incomodidad en deseo de cambio, en la búsqueda de aquella ganancia posible para los hombres que está en el cambio de los roles y en las representaciones estereotipadas de género.
En segundo lugar ser capaces de dar forma a este deseo de cambio masculino a través de la interpretación no solamente en términos meramente normativos y prescriptivos de este proceso, sino a través de la proposición de una nueva libertad en las relaciones y de una nueva calidad en las vidas de los hombres, en su sexualidad, su socialización, su experiencia afectiva y su relación entre la dimensión pública, política o profesional y su experiencia personal.
Este proceso, que como dije no se puede delegar a la dimensión institucional, puede encontrar también en la comunicación pública un punto de referencia. Seguramente la comunicación pública tiene que ser objeto de atenta reflexión crítica a causa de las frecuentes recaídas en la reiterada e implícita proposición de modelos tradicionales y lugares comunes sexistas.
Las pocas campañas de comunicación donde aparecen los hombres contienen, aun hoy día, muchas ambigüedades que pueden ser resumidas en la proposición de dos modelos: o el llamado de los hombres a un empeño voluntario o la reafirmación de una perdida capacidad “viril” de autocontrol.
Estamos en presencia de mensajes que acaban a menudo con volver a proponer una representación estereotipada y jerárquica de los géneros reproduciendo muchos elementos culturales de aquel escenario donde la violencia encuentra sus raíces.
Es preciso, entonces, desarrollar un atento análisis de la estructura comunicativa de las campañas que se producen sobre estas temáticas para darse cuenta de las implicaciones y mensajes implícitos de las mismas.
A título de ejemplo me acuerdo de las campañas desarrolladas en las escuelas que se basaban en el lema “los verdaderos hombres no golpean”, que pertenecen a la estrategia de referencia al modelo del “verdadero hombre”, que encontramos también en las campañas en contra del consumo de la prostitución que se basaban en el mensaje: “los verdaderos hombre no pagan”. En ambos casos la referencia al modelo del verdadero hombre tiende a proponer nuevamente, como ejemplo positivo, un modelo de virilidad que realmente debería de ser criticado como parte del universo cultural donde la violencia se desarrolla y, en particular, a confirmar la idea de que un verdadero hombre posea aquella capacidad de control y dominio de las emociones indicado como antídoto a la violencia pero llamado nuevamente para volver a proponer una natural jerarquía y diferente autoridad de los hombres en relación a mujeres representadas como presas de la emotividad y del condicionamiento representado por el cuerpo. En el caso de la prostitución la referencia al verdadero hombre aparece aún más ambigua, pues prefigura la distinción entre hombres exitosos y hombres obligados a pagar. Es singular, y nuevamente ambiguo a este propósito el vuelco irónico de una campaña en contra del aprovechamiento de la prostitución de los menores en los Estados Unidos, en la que Sean Penn, mientras el lema recita: “los verdaderos hombres saben usar la plancha, los verdaderos hombres no pagan a las muchachitas” parece estar ocupado en el planchado para luego descubrir que está calentando un sándwich.
La referencia a la virilidad tradicional se vuelve paradoja en la campaña basada en una gráfica que propone la contraposición entre una suculenta banana y una vaina de guisantes reseca que pone en evidencia la burla virilista en el contraste al fenómeno del bullismo en las escuelas.
La reproposición de una jerarquía entre mujeres y hombres, aunque pasada como galantería, emerge en las campañas que se hacen en las escuelas con el lema “ni con una flor” (y similares) donde se propone una imagen de la mujer digna de ser respetada no por su autonomía, sino, por lo contrario, por su fragilidad.
Esta comunicación, que llama a los hombres a asumir el papel de “salvadores”, rescatadores (a no ser que sean abiertamente protectores) de las mujeres, más que reconocer y valorizar la autonomía y la libertad de las mujeres, está particularmente explícita en videos como el que se produjo, que muestra una ciudad habitada por mujeres mudas, con las manos puestas a bloquear sus palabras y un hombre, representado como autoritario y determinado, libera sus voces. El texto del video, muy correcto y atento en describir el fenómeno y en proponer acciones positivas de contraste, choca de manera fuerte con las imágenes que nos proponen tantas mujeres conducidas juntas a una villa donde un hombre con un gesto libera sus bocas, que hasta ese momento habían sido incapaces (cada una y en conjunto) de liberarlas.
El experimento de las campañas dirigidas a los hombres y orientadas a enfrentar las bases culturales y relacionales del fenómeno de la violencia empieza a desarrollarse en Italia también. Con este propósito resulta interesante analizar las proposiciones que han llegado a la asociación “Orlando”10 de Bolonia que lanzó una convocatoria dirigida a todos los profesionales de la comunicación, agencias creativas, asociaciones, grupos o individuos, para la realización de una campaña cuyo objetivo es la sensibilización de la atención sobre las conductas violentas de los hombres para modificarlas. La campaña se refiere a la violencia en las relaciones íntimas, por parejas o exparejas y está patrocinada en colaboración con la fundación Del Monte.
También en la red “Masculino plural” se ha encaminado hacia estos temas de investigación que estimularon la realización del proyecto, en colaboración con la asociación “Officina” de comunicación dirigida a los hombres. Se trata de una campaña que, sin mostrar la violencia en sus efectos, intenta comunicar a los hombres sobre las tensiones, los disgustos y los conflictos que emergen en las relaciones proponiendo una lectura diferente de la que genera impulsos frustrados y agresivos. ¿Es posible estar en la separación o medirse con la autonomía de la propia pareja haciendo de esto una ocasión para el crecimiento y la conciencia de sí?
Pero, un ulterior granito de arena “masculino” en el contraste de la violencia de género que puede ser útil para lograr “prevenir”, es aquel que se dirige a los hombres que actúan con violencia o a los que viven situaciones de conflictos y disgustos que pueden conducir a cometer actos de violencia. Aquí el concepto de prevención quizás resulte ambiguo, sea porque nos lleva hacia una dimensión “médica” del problema (la violencia masculina no es una pandemia viral, sino un dato propio de un cuadro de relaciones sociales), sea porque no se refiere a intervenciones tendentes a la reducción del fenómeno, sino a la gestión de singulares situaciones problemáticas. Sin embargo, en este sentido la capacidad de intervenir en una situación conflictiva, en la que emergen conductas violentas y opresivas, puede evitar resultados más graves aún. Como se sabe, los casos de homicidio de mujeres por parte de parejas, exmaridos o maridos, raramente se dan sin previo aviso, y por lo general, están precedidos por maltratos, conductas de persecución, ofensas y amenazas. Aparte de sostener a las mujeres en su necesidad de alejarse de una situación violenta, quizás sea posible intervenir para evitar que aquel impulso violento llegue a consecuencias más graves y extremas. Se trata de intervenciones que todavía no son difundidas en nuestro país, pero que justamente en estos últimos años ven el crecimiento de experiencias y experimentos11.
Las principales diferencias de estas intervenciones tienen que ver con la decisión de actuar en una dimensión institucional o menos, la voluntariedad del contrato por parte de los hombres involucrados, la relación con los centros antiviolencia, el acercamiento más o menos institucionalizado. La construcción de una intervención para hombres que actúan con violencia muestra muchas facetas problemáticas y muchas posibles contradicciones sobre las cuales en estos meses se está desarrollando una reflexión crítica.
El primer problema que surge cuando escogemos trabajar con hombres que actúan o actuaron con violencia consiste justamente en su definición. La dificultad en encontrar un término ya es síntoma de la misma. La definición “hombres violentos” parece referirse a la naturaleza de estos hombres, a su identidad, mientras que la definición de “hombres maltratados” se refiere a su forma de actuar. De la misma forma el teléfono para escuchar el disgusto masculino nos envía a la voluntad de interceptar a hombres que viven una problemática en sus relaciones sin hacer referencia a una definición que, por cierto, los alejaría. Esta atención no puede, por cierto, conducir hacia conductas que pueden aparecer diminutivas de las responsabilidades, sino lleva a un problema quizás más profundo y complejo que concierne a la necesidad de desarrollar instrumentos de intervención operativos y eficaces durante la fase del análisis, que en el transcurso del diálogo puede conducir, por una parte, a una lectura “patológica” de la violencia con la construcción de “perfiles de riesgo” para la evaluación de las potencialidades de patrones de conductas violentas en los hombres encontrados y por otra, a su “análisis psicológico” localizando dinámicas personales que llevan al comportamiento violento.
Es obvio que la violencia guarda relación con los perfiles psicológicos y con las dinámicas interpersonales complejas, y es evidente además que en el momento en que se organizan los servicios se hace fuerte la tendencia a definir procedimientos, modelos de referencia y a construir instrumentos de análisis que se basan en las personas. Pero resulta también evidente que esta exigencia funcional puede llevar consigo el riesgo de una interpretación de la violencia como psicopatología limitada a perfiles localizables y, entonces, a deshacernos de la conclusión más importante de la reflexión de los últimos años que conduce a reconocer la dimensión difundida y cultural de la violencia y el hecho de que esta no se puede reducir a los sujetos que tienen conductas desviadoras.
La reducción de la violencia a “patología” individual genera un mecanismo de remoción (“no quepo en tal perfil, soy un hombre bueno, no me concierne”) que no incumbe solamente a la sociedad en su totalidad, sino también a los que operan directamente en este sector. La resistencia a la identificación con la persona que tenemos delante y con el problema que ella representa ante nuestros ojos, la potencialidad perturbadora de esta relación es un elemento muy problemático para el que escoja medirse con la violencia: sea que encuentre a la víctima, sea al agresor. En el caso de la víctima también nuestra tendencia es distinguirnos: nosotros nunca hubiésemos aceptado tal pasaje, no nos hubiésemos quedado en una relación evidentemente violenta y opresiva con la esperanza de un improbable cambio durante tantos años, no hubiésemos aceptado nunca esas humillaciones. Las operadoras de los centros antiviolencia hablan de esta resistencia. En el caso del agresor, del perseguidor, del hombre que oprime a su propia pareja, esta resistencia es tal vez hasta mayor y puede conducir a acudir a la protección brindada por el propio rol profesional y por la “catalogación” de una patología. Surgen entonces dos riesgos: el de ponerse en el papel neutral del experto, perdiendo así la capacidad de “ponerse en juego” y el de congelar los perfiles violentos, perdiendo la capacidad de darse cuenta de la difusión de la violencia.
En la relación entre mujeres en los centros antiviolencia esta tensión ha sido reconocida y enfrentada con soluciones diferentes, pero que siempre ha visto en la empatía entre “operadora” y “usuario”, en la motivación personal y política un recurso para no aplastar la subjetividad en roles abstractos y prefijados.
En la relación entre hombres esta dinámica es mucho más compleja: ¿Mi motivación personal y política cuánto me empuja a encontrar al hombre que actúa con violencia y cuánto, de lo contrario, a juzgarlo? ¿Y la emoción que pongo en juego en la relación cómo actúa? Sin empatía no existe quien te escuche, sino solamente quien te juzgue, pero la empatía no puede volverse complicidad, debe continuamente resguardarse de la estrategia manipulativa del hombre que busca pretextos y colaboración. Los centros antiviolencia nacen como “centros de las mujeres y para las mujeres”; ¿Se puede decir lo mismo de los “centros para hombres maltratados”? Regresa aquí la necesidad de leer este empeño como parte de un empeño más general que, empezando por la confrontación con la violencia masculina, tiende a construir perspectivas de libertad y transformación para los hombres, sino se convertiría en una mera intervención médica y punitiva. Las intervenciones dirigidas a los hombres que maltratan, o en general a la localización de un disgusto masculino que a menudo se convierte en violencia, deben ser pensadas como parte de un plan más general de iniciativas, servicios, actividades de hombres y mujeres, asociaciones, movimientos e instituciones.
En un escenario de reducción de los ya escasos recursos destinados a los centros antiviolencia y al sostén de las víctimas no está injustificada una cierta desconfianza con relación a estas iniciativas que se desarrollan sin coincidir con prácticas y elaboraciones consolidadas en nuestro país en el contraste de la violencia y, por eso, también con algunas ambigüedades en la impostación. Sin embargo, desde los mismos centros antiviolencia es que emerge la necesidad de adquirir instrumentos para interpretar las conductas masculinas en la pareja, para construir estrategias de acompañamiento que no se limiten a la asistencia de la víctima, que, sobre todo, ofrezcan instrumentos para prevenir el agravamiento de las conductas violentas en una pareja y que permitan gestionar la relación del padre con los hijos menores en parejas donde se verifican las violencias.
Es necesario pues interpretar este trabajo como parte de un empeño integrado donde no solamente la red de servicios locales, sino el intercambio humano, profesional y político entre hombres y mujeres, entre los centros antiviolencias, las asociaciones de mujeres y grupos como maschile plurale sea la base de una lectura de la violencia de la construcción de una política capaz de cambiar la cultura difundida de las relaciones entre sexos y las representaciones de género dominantes.
Si la violencia de género, o sea la violencia masculina en contra de las mujeres pero también la violencia homofóbica es fruto de una orden dominante que limita la libre expresión de las personas en sus relaciones afectivas y en sus proyectos de vida, contrastar la violencia quiere decir necesariamente pensar en el cambio.
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